La Ciudad de la mirada
Francisco Rossique plantea en este cuadro una reflexión sobre la idea de ciudad y del hábitat que el hombre programa y planifica para sí mismo. Concebidos dentro de un lenguaje surrealista y onírico, objetos y figuras irreales expresan un mensaje utópico en el que conos, cilindros y construcciones nítidas y prístinas, de colores limpios y vibrantes, representan un homenaje a Giorgio de Chirico y a los míticos teóricos que creyeron en las utopías urbanísticas y sociales. Rossique crea un espacio metafísico, puro e irreal, libre del tributo de las leyes racionales de la perspectiva. Ángulos rectos, aristas vivas y perspectivas —racionales o disociadas—, colores puros e intensos, obedecen a una voluntad de imponerse y distanciarse de la naturaleza.
En un plano progresivo, de arriba abajo, se suceden la ciudad del pasado y la del futuro. Formas amorfas y orgánicas, blandas, acaso primitivas cavernas, invitan a pensar en la estructura biológica de los más antiguos asentamientos humanos en los que afloran los comportamientos más instintivos y primarios.
Sobre gran parte de la superficie se extiende, como si de una bandera desplegada al viento o de un gigantesco mantel a cuadros se tratara, un gran tablero de ajedrez, el modelo regular que el hombre ha preferido, en todos los tiempos y en todas las latitudes y culturas, desde las polis griegas a la urbe moderna, para proyectar la ciudad planificada, la gran metrópoli que obedece al orden cívico de las leyes platónicas o de los poderes absolutos. En contra de su propia naturaleza, la rigidez hipodámica y ortogonal de la cuadrícula se transforma aquí en líneas ondulantes, torcidas y maleables que poco tiene que ver con la frialdad cartesiana de la ciudad trazada a escuadra y cartabón. Subyace en ello un mensaje utópico contra la globalización y la deshumanización de las sociedades urbanas que han perdido su identidad devoradas por la despersonalización, la uniformidad y la masificación creadas por el hombre en contra del hombre.
Sobre este telón de fondo, se recorta una figura femenina que ofrece, sobre una gran bandeja, un menú de elementos urbanos y arquitectónicos: torres cilíndricas, cuerpos esféricos, edificios porticados y montañas. Musa inspiradora o encarnación de la Utopía, se desliza, agitada por el aire de la creación, sobre una esfera del mundo en movimiento. Frente al estatismo, representa las fuerzas dinámicas de la imaginación capaces de transformar el espacio y domesticar la naturaleza.
FRENTE A LO ESPONTÁNEO Y AL DESORDEN, SIGNIFICA REFLEXIÓN, ORDEN Y CONCIENCIA.
Un lápiz gigantesco, de afilada punta piramidal, se coloca en contraposición a la musa. La humilde herramienta del diseño y la creación se transforma aquí en una poderosa torre. Su monumental tamaño subraya al mismo tiempo su papel como símbolo de la creación del artista y como instrumento del progreso y de la felicidad del hombre. Hacia el oscuro misterio de su recóndito interior, se abre, en su base, una pequeña ventana que se presta a numerosas interpretaciones esotéricas. Sobre su cara visible se dibuja lo que parece un corte en el cerebro, la morada de la conciencia y del conocimiento. Representa en realidad el laberinto secreto que permite llegar, a través del cultivo de los fenómenos vitales e interiores, al lugar de la revelación, la iluminación y la expansión del espíritu. La ventana evoca así una idea de trascendencia y se abre al misterio, invitación a un viaje al más allá.
«En un espacio metafísico se sucede la ciudad del pasado y la del futuro en la que se reflexiona sobre la idea de urbe y del hábitat que el hombre programa y planifica para sí mismo. Figuras y objetos remiten a un mensaje utópico de pensadores que creyeron en quimeras urbanas y sociales: el equilibrio entre el medio natural y el artificial, la convivencia intercultural o la edificación creativa y su relación con la ciudad histórica. La que vemos es nuestra propia musa, en un intento por hacernos creer que todos construimos ese paisaje urbano».