Bulevar de melancolía en la ciudad de los gallos
La obra de Hugo Pitti tiene que ver con la reina de las facultades, como decía Charles Baudelaire, es decir, la imaginación, que se plasma en su vigorosa fantasía. Un sinfín de figuras y símbolos configuran un auténtico enjambre de imágenes y mensajes, una acumulación de formas y contenidos de difícil interpretación a primera vista. Inscripciones y leyendas lapidarias proporcionan las claves para descifrar sus múltiples significados. Unos tienen que ver con la personalidad de la ciudad que representa, otros con el mundo interior del artista o con ambas cosas. A su servicio se pone la rica y expresionista paleta de colores; lánguidas y dramáticas, las figuras humanas, reducidas a siluetas de si mismas, se alargan al mismo tiempo hasta lo imposible.
Un cruce de calles reconocible constituye el eje de la composición. Casas terreras de teja, de altas puertas y ventanas y zaguanes siempre abiertos, y huertos de platanales (plataneras) —pilar de la economía del municipio—, que introducen el campo en medio de la ciudad, representan el inconfundible paisaje de la somnolienta ciudad de antaño, sacralizada por cruces de madera de tea adosadas a las viviendas. Imposible de confundir con cualquier otra, en ella el tiempo discurría con otro tiempo, con una pereza que se detenía en las largas tardes del verano. En contraste, los edificios de nueva construcción, el ruido y el tráfico trepidante de los automóviles de la urbe contemporánea despersonalizada y deshumanizada.
Todo ello representa el choque entre la tradición y el progreso. Sobre esta pugna, y como si se tratara de una condena a muerte del pasado, dice una de las esquelas: “Velocidad, progreso y futuro”. Al fondo, el monte Bejenao con su pinar se mantiene inmutable, dominando y protegiendo la ciudad que se extiende a sus pies y ascendiendo hasta un cielo de azul intenso poblado de nubes blancas.
Bullente de vitalidad, ruido y humano ajetreo, la identificable plaza de España es el lugar de encuentro diario y obligado para sus habitantes y visitantes, a la par que un gran “mentidero público”, donde cada cual representa su papel en ese gran teatro del mundo.
Personajes imaginados se dan cita con otros reales, entre los que se reconoce a un párroco, a unos contratistas (con cabeza de bubangos), a un guardia civil, al propio autor, que se autorretrata con los parientes y familiares que acompañan el entierro; y a otros conocidos rostros que, al igual que el mobiliario urbano, forman ya parte de la idiosincrasia de la ciudad. Como símbolo emblemático de Los Llanos de Aridane, el artista ha escogido “el gallo”, en referencia a la popular manera con la que los varones del Valle de Aridane se identifican y utilizan para dirigirse unos a otros. Como si fuese un ángel tutelar, se muestra acompañando a todos los personajes masculinos, posado sobre los brazos o en el regazo.
Con una minuciosidad en el detalle digna de los primitivos flamencos, el autor pinta las mesas y sombrillas, los frondosos laureles, los comercios que dan vida al centro neurálgico de la ciudad; los niños que corren y juegan ajenos a cualquier otra realidad, los paseantes y el tráfico incesante de automóviles. El kiosco de la plaza, auténtico símbolo de la ciudad y punto de encuentro cotidiano para tomar café y contar las últimas novedades, muestra su barra repleta de bebidas, tapas y cafés. Mientras, la popular y anquilosada “carrucha del piche”, que cubre el suelo de las calles de pegajoso asfalto, no cesa en su trabajo.
En este microcosmos se dan cita todas las situaciones y todos los estados de ánimo y de espíritu, posibles y reales, imaginarios y soñados. La tragedia cotidiana convive con la diversión, la distracción y el entretenimiento, el trabajo y el placentero descanso con los inocentes juegos infantiles. Tres monaguillos, con la cruz y los ciriales, abren un cortejo fúnebre que avanza lentamente hacia la iglesia seguido por un grupo de doloridos. Vida y muerte aparecen confundidas. Con gran imaginación y siempre vitalmente realista, Hugo Pitti mezcla el mundo de los vivos con la presencia inexorable de la muerte, destino final del hombre.
El recurso del “cuadro dentro del cuadro”, además de hacer alusión al, en aquel momento incipiente CEMFAC, introduce el tema musical En el muelle de San Blas, conocido éxito del popular grupo mexicano “Maná”. La canción —prueba de la influencia que la música pop ejerce en la su obra— vuelve a insistir en la soledad, la melancolía y la angustia vital. Sobre ese microcosmos de realidad cotidiana, el autor proyecta su melancólica visión de la loca aventura de la existencia. En el “entierro”, el artista plasma su obsesión acerca de la muerte y una de las esquelas que anuncian el sepelio, además de ser la firma de este gran cuadro, proclama “El alma, que no el cuerpo, de Hugo Pitti”.
Esta proliferación de temáticas y géneros es una constante en la obra de Hugo Pitti, como bien indica Carmen Garrido “el paisaje, el bodegón, la religión, la historia, la novela fantástica, la poesía, incluso las canciones del momento, se combinan magistralmente para plasmar el todo que suponen sus últimos cuadros en los que cualquier asunto, referido a estos y a otros elementos, se muestra como esencial dentro del conjunto”.
Título: Bulevar de melancolía en la ciudad de los gallos
Autor: Hugo Pitti
Técnica: Acrílico sobre tabla
Superficie: 135 m²
Instalación: Junio, 2000
Ubicación: Calle Real, 30 (pared oeste)
«En la urbe eclosionan instantes de la vida y de la muerte. Se aglomeran acciones, personajes y sueños, en un ir y venir que da a cada paso con imágenes concretas: el kiosco de la plaza y sus gentes, el trabajo y descanso diarios, las fugas de veloces instantes, los que simplemente miran, el último adiós del hombre, en trazos expresionistas invadidos por el color. La ciudad, sus ruidos, sus apresuras se entremezclan y contrastan con ese otro perfil caracterológico del palmero, su discreción y su insaciable curiosidad, en una síntesis de ficción y realidad».
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HUGO PITTIAÑO:
2000UBICACIÓN:
Calle Real, 30 (pared oeste)Date:
14 de julio de 2021